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miércoles, 25 de diciembre de 2013

ES HERMOSO RECORDAR…

Bienvenidos. He aquí las cosas que gravitan sobre Fuentes de Andalucía

Esta mañana muy temprano con la fresquita, víspera de feria, me voy por la redonda de Fuentes dando un paseo. Y me acuerdo de que cuando yo era niño disparaba a unos patos de lata en la feria, con una escopeta de aire comprimido y plomillo.

Paso por la Alameda y miro al campo, y me doy cuenta de que el campo fontaniego se va desvistiendo lentamente de sus mejores colores pero se va perfumando con aromas naturales, los propios del mes de agosto. En el campo de Fuentes todo es pureza, las cosas pasan lentamente sin que nada ni nadie le ordene cómo tienen que pasar.

El fresquito del amanecer y el cálido calor del mediodía van dictando el paso del tiempo que queda para la feria. Los gorriones del “rueo” escriben con su canto de garabatos la hora del preludio de más calor y la máquina cosechadora pone una pincelada de color amarillo en aquella haza donde el color marrón manda, porque los girasoles ya se han segado.

De pronto me acuerdo de aquella taberna de mi niñez, por la mañana temprano, el olor a café recién tostado al pasar por la puerta, y aunque el aire de mi memoria es incapaz de acercarme a aquel olor único que para mí tenía esa taberna, recuerdo la estampa en la que se movían sus personajes: un hombre sentado al lado de una mesa, tratando de cuadrar un solitario de naipes; dos muchachos muy repeinados jugando al billar, golpeando las bolas con suavidad y con disciplina. En otra mesa, dos hombres con sombrero de ala ancha conversando, de algún trato sobre “ganao” o de tierras, que acababan de llamar al tabernero dando unas palmadas. En otra, un hombre mayor, con un botón negro en la solapa como señal de luto, con gafas, lee el periódico muy atentamente.

Unos hombres con otras palabras, moviendo un café o apurando una copa de coñac o saboreando una copita de anís seco, se servían de unos ceniceros triangulares de hojalata que había sobre el mostrador de la taberna. La vida, por aquel entonces, pasaba como un río de meloja.

Durante un tiempo, un ayudante de tabernero nos expulsaba del local arrojándonos sifón a los niños que entrábamos a ver la televisión.

El primer programa que yo vi entero fue una corrida de toros acompañado de mi abuelo, a las cincos de una tarde de agosto. La taberna estaba a tope.

Frente a la taberna, los niños jugábamos con las “canastitas” de las botellas de gaseosas. Previamente, las aplanábamos con una piedra y los más atrevidos nos íbamos a la vía del tren y las poníamos en los raíles, para que cuando pasara se pusieran más fina todavía, y jugábamos con ellas, arrojándolas contra la pared, y aquel que consiguiera acercarse, ganaba.

Al lado, había una tienda de ultramarinos, en cuyo extremo del mostrador de madera se encontraba una barrica de sardinas arenques bien colocadas abiertas, que nuestras madres compraban según los miembros de la familia. Con el mismo papel de trazas donde el tendero la envolvía, las ponía una a una en el marco de la puerta, cerraba cuidadosamente la puerta para aplastarla un poco y así quitarles mejor las escamas y pelarlas. Al lado, un aparato con manivela para despachar aceite a granel y en el otro extremo, la máquina de partir bacalao para venderlo al detal. En el suelo de la tienda, una caja de naranjas tontas con su envoltorio de papel. Las novedades de la tienda consistían en vender tomate pelado en conserva a granel; las vecinas llevaban un plato y el tendero les ponía las unidades de tomate que ellas pedían; así como vender café molido que el tendero lo molía en un molinillo de café manual, con su cajoncito de lata, cuyo contenido envolvía en un papel de traza.


Colindante con la tienda de ultramarino, una barbería. Aún conservo la imagen del barbero poniendo un papel de fumar tras los cortes al afeitar al cliente, en cuya puerta, otros hombres esperaban turno de afeitado o eran corredores de aceitunas con muestras de su mercancía en sus bolsillos, que seguramente estarían cerrando un trato.

También había una ferretería, cuyo dueño con bata marrón, vendía colonia y champú a granel. Las vecinas llevaban su vasito para el champú de huevo o de fresa y un bote para la colonia o la brillantina, que lo echaba con un pequeño embudo de lata. Siempre con la palabra en la boca y atendiendo a la clientela.

Y al lado de la ferretería, un hombre fabricaba canastos con las varetas de los olivos. Mientras, por la calle pasaba el arriero con su reata de borricos haciendo el trabajo que hoy llaman movimiento de tierras, seguido de un transportista con su carro y un mulo cargado de materiales, que llevaba desde los polveros hasta el tajo.

A media mañana pasaban los panaderos con sus burros y con angarillas de lona blanca vendiendo o repartiendo el pan del día, con la libreta en la mano. Más tarde, venían del campo hombres, mujeres y animales, y traían olores distintos a los del pueblo. Todo pasaba muy despacio, sin prisas, lleno de palabras, de lamentos por el trabajo y de manojos de risas.

Alguien entraba a la centralita de Telégrafos, a poner una conferencia o a esperar la hora en que le habían avisado que la tendría. Sin prisas, porque una conferencia no era importante.

Cuando los niños volvíamos de la escuela, lo hacíamos jugando, bromeando, saltando, empujándonos, charlando con los compañeros. Merendábamos y nos poníamos a jugar en la calle tranquilamente, sin miedo a lo desconocido.

Por la tarde, entraba en escena el hombre que pregonaba pasteles, con su canasto de mimbre y se acercaban las vecinas, a pedir y a coger dulces y a compartir palabras; el hombre recogía dinero y palabras de su clientela.


Un hombre con un carrillo tirado por un mulo pasaba algunas tardes pregonando cisco picón y vendiendo petróleo para los infernillos y para los quinqués, porque los cortes de luz se repetían con mucha frecuencia. En aquellos tiempos, la infraestructura eléctrica dejaba mucho que desear.

Otras tardes, los alfareros de Lebrija o de La Rambla, llegaban en burros con cerones de esparto llenos de porrones, lebrillos y de platos para venderlos. Una vez al mes pasaba el latero que ponía culos nuevos con estaño a las ollas y cacerolas, y también les ponía asas a las latas de leche condensada para usarlas como jarrillos.

Los pregones de los vendedores eran palabras cantadas que al acercarse a las vecinas se hacían palabras de cercanía.

La luz del día era el paso de la vida: lenta, sin prisas por llegar al atardecer. Y en el aire se quedaba un haz de palabras que parecían pronunciadas muy lentamente, por despaciosas y por soñadoras.

Mientras los hombres de la taberna tomaban su café de la tarde, sin prisa, en sus casas estaban las mujeres haciendo la faena de la casa. Y luego algunas sacaban sus sillas con asientos de enea de la casapuerta o de detrás de la puerta de la calle y se sentaban en la acera, frente a una luz amarillenta y única del sol, trenzando labores de ganchillo y de costura del hogar acompañada de su costurero, que era una caja de lata de carne de membrillo con la imagen de una virgen, sin más reloj que el sol que las retrataba sobre el blanco de las fachadas de las casas. Y no guardaban la luz porque no tenían dónde meterla, que si no, la guardarían.

Algunas vecinas se ponían el delantal sobre la cabeza para que no les diese el sol en la cara, porque su faz tenía que estar blanca, nunca morena: era signo de elegancia.

Cuando escuchaban el pitido del tren, las vecinas más cercanas de la estación del ferrocarril recogían con cubos el agua caliente de la máquina.

Ya anocheciendo, aparecía el ditero con su libro de ditas en la mano cuyas hojas quedaban sujetas con dos grandes tuercas de mariposa.

Por la noche pasaba el camión de la basura recogiendo los cubos que los vecinos dejaban en la calle y que los encargados de la limpieza vaciaban directamente en el camión, lo que llamaba “cubeando”, aunque al principio se recogía por la mañana desde las 6 hasta el mediodía. Años más tarde, el Ayuntamiento ordenó que la basura se pusiese en bolsas, y se depositara directamente en el suelo en la acera o colgada en las ventanas o al pie de un árbol, a lo que llamaban “bolsear”.

Eran otros tiempos, con las manos encalladas, con la palabra amistad y vecindad siempre en la boca, con la mano siempre tendida, con el paso de los días sin prisa.

Tal era la necesidad, que muchas familias usaban alpargatas o sandalias enterizas de caucho con hebillas simuladas en la goma blanca, y algunos vecinos se emprestaban los zapatos para ir a pelar la pava con la novia, en el zaguán de la casa.

Teníamos menos, y vivíamos mejor, aunque la memoria es selectiva. Recordamos solo lo que nos gusta. Recuerdo que en la taberna donde yo iba a ver Bonanza, cada tarde, un vecino se dirigía a una especie de retrete que consistía en una placa turca, que no sería muy cómoda. Pero es que en su casa no había retrete, ni siquiera agua corriente.

Hoy he vuelto a pasar por mi calle, por la puerta de aquella taberna que ahora se llama bar. Por el olor, no sabía si dentro servían café, porque la calle huele a prisas, a humos de los coches y a ruido. Hay siete clientes. Los dos únicos que hablan tienen que levantar la voz, porque el tráfico de la calle es una cuchilla que decapita las palabras. De los cinco restantes, algunos hablan por el móvil, a su aire, y gesticulan como si estuvieran venteando el grano en la era, mientras que otros ven la televisión. En un velador de la acera, sin nadie que lo mire, el periódico del día se muere sin ojos y sin manos que se le acerquen para pasar sus hojas.

Es hermoso recordar; aunque recordar es como una moneda: por un lado está la cara, pero por el otro está una dolorosa cruz.



NOTA.-
Las fotografías no están relacionadas con el relato, solo sirven para ilustrar la historia.
Este relato fue escrito para la revista de Feria de Fuentes de Andalucia del año 2013.


PACO RODRÍGUEZ MÁRQUEZ.

martes, 26 de marzo de 2013

MIRANDO TU ESPALDA





— ¡Tengo una cita esta noche!

Aunque lo tengo todo preparado, no dejo de agitar la vela entre mis manos.

Esta noche que podía estar sentada en mi mecedora al pie de mi mesa camilla y verte pasar por las rejas de mi ventana, estoy aquí en primera fila detrás de ti, demostrándote mi fe, impresionada, viéndote tan de cerca sentado en el centro del montículo escarlata, dispuesta a hacer mi primer recorrido, fogonazo que es de la nostalgia de mi vida.

Como más disfruto de verdad, es cuando entras por la calle Lora, ¡ahí sí está mi gloria!

Un año más y un año menos, estos pensamientos míos te los dirijo a ti, que ya estoy apurando mi soledad.

Se me van agolpando cerca de un siglo de recuerdos, mirando tu espalda de fustigado, sobre todo cómo me enseñaste a ser y a llevar tu apellido.

En cada parada descanso mi vela y aprovecho para observarte, sin decir nada, aunque las palabras calladas de mis pensamientos siguen hablándote; no quiero morirme, con lo bien que estoy viviendo ahora, pero ya mis años van cuesta arriba.

Mis padres me enseñaron a disfrutar del olor a incienso, entremezclado con el quemar de las velas y amenizado con el compás, ritmo y melodía de tambores y cornetas. A alabarte, a Ti y a tu Madre, con la sencilla oración de la concentración de los cincos sentidos hacia las cosas: la bola de cera, que los niños años tras años almacenan compitiendo unos con otros; suavizar el esparto de los cinturones arropando las túnicas; tocar el capirote blanco; las sandalias limpias con la hebilla reluciente; planchar la túnica y la impoluta capa roja dispuesta a hondear con el viento de la noche y, por último, acariciar el escudo. Ellos fueron también los que me enseñaron los ritos que aprendieron de los suyos. He repetido sin saberlo las ceremonias de tristezas y alegrías de cuatro generaciones heredando yo la quinta, sin que el tiempo moviera un varal, sin que los vaivenes del viento de la vida apagara una vela de la candelería.

Cierro los ojos: me llega el olor de las garrapiñadas, de los cartuchitos de avellanas, de las manzanas caramelizadas, y el olor del perfume de cuando estrenaba mi único amor, ¡hace tantos años de eso! Él tenía eso tan difícil que es la guasa con gracia…

El penetrante olor a incienso me hace abrir mis ojos topándome con tus espaldas que balancea entre chicotá y chicotá.

Es hora de retomar el descanso de la vela del alumbramiento para seguir tus pasos, tu espalda me transmite algo, vuelvo a andar, sí, ya sé que mis andares son muy torpes y mi cuerpo vencido, pero aquí estoy esta noche, ¡con las carreras que me pegaba delante de los municipales cuando me vestía de máscara! Caen goterones de cera en el suelo, es como el reloj de mi vida… lenta, como lento es el transcurso del tiempo de esta noche, mi primera noche acompañándote.

Empieza el toque de corneta avisando a los demás instrumentos, para tomar posición y tocar los primeros compases de la marcha que te dedican. Mi piel se me eriza al escucharla, junto al arrastre de los pies que te llevan a hombros, y es que en Fuentes sabemos rezar con los pies.

No puedo evitar que mis lágrimas se derramen bajando por los surcos profundos de mi cara, al ver que entramos por la estrechez de mi calle Lora, la de mi infancia. De mis labios sale una sonrisa nerviosa y guasona al recordar a mis padres, ¿dónde estarán ellos?, ¿tú lo sabes?

Noto la presencia de las miradas de los demás acompañantes, ¿son los ojos de mis amigos fallecidos?, ¿están aquí esta noche? Creo que han vuelto para hacer el mismo recorrido de cuando eran jóvenes con toda la vida por delante, reencarnados en quienes te alumbran con ojos de cansancio, es que ya no me van quedando amigos ni en la memoria.

Pero esta noche soy feliz como una niña, estoy cansada, muy cansada, no sé si el próximo año podré verte, ¿estarán de luto por mi ausencia?, con la devoción que te tengo y nunca te acompañé.

Este primer recorrido es uno menos que ya nunca más haremos juntos. En Fuentes, y eso tú lo sabes, no cumplimos años, cumplimos estaciones; se cumple Martes Santos, por eso los acompañantes son tan numerosos este día.

Me echarás en falta, y así te lo hago saber. Mis pensamientos son presagios que ven y contemplan cómo el tiempo teje y desteje el manto silencioso de la vida de las personas.

Ahora me llega otra vez el eco del metal de las cornetas, y el ran cataplán de los tambores, es el latido de la noche del Martes Santo que retumba en el cielo de Fuentes.

Escucho el martillo del llamador. ¡Qué Fuentes te levante, una vez más¡ Y a pulso, lentamente tus costaleros derraman el sudor como tu sangre se derrama por tu espalda soportando el dolor de tus heridas.

— ¡Arriba, mis valientes!

Se escucha la voz desgarradora del capataz junto con el cimbronazo del paso que cae sobre los costales, en la madera de las trabajaderas, y me acuerdo de mis caídas y luego de mis levantás.

Y cuando te veo revirar por la calle Cruzverde siento una gran presión en mi corazón, mis sentidos se agudizan y en mi mente retumba tu voz:

—La próxima estación de Martes Santos, volverás.



GALERIAS DE FOTOS:


Un año más y un año menos, estos pensamientos míos te los dirijo a ti, que ya estoy apurando mi soledad.
Mis padres me enseñaron a disfrutar del olor a incienso, entremezclado con el quemar de las velas y amenizado con el compás, ritmo y melodía de tambores y cornetas.

En cada parada descanso mi vela y aprovecho para observarte, sin decir nada, aunque las palabras calladas de mis pensamientos siguen hablándote.
Es hora de retomar el descanso de la vela del alumbramiento para seguir tus pasos, tu espalda me transmite algo. 
Se escucha la voz desgarradora del capataz junto con el cimbronazo del paso que cae sobre los costales, en la madera de las trabajaderas, y me acuerdo de mis caídas y luego de mis levantás.

¡Qué Fuentes te levante, una vez más¡ Y a pulso, lentamente tus costaleros derraman el sudor como tu sangre se derrama por tu espalda soportando el dolor de tus heridas.

No puedo evitar que mis lágrimas se derramen bajando por los surcos profundos de mi cara, al verte pasear por las calles de Fuentes.
En Fuentes, y eso tú lo sabes, no cumplimos años, cumplimos estaciones; se cumple Martes Santos, por eso los acompañantes son tan numerosos este día.

Empieza el toque de corneta avisando a los demás instrumentos, para tomar posición y tocar los primeros compases de la marcha que te dedican. Mi piel se me eriza al escucharla, junto al arrastre de los pies que te llevan a hombros, y es que en Fuentes sabemos rezar con los pies.
Mis padres me enseñaron a disfrutar del olor a incienso, a alabarte, a Ti y a tu Madre, con la sencilla oración de la concentración de los cincos sentidos hacia las cosas. Ellos fueron también los que me enseñaron los ritos que aprendieron de los suyos. He repetido sin saberlo las ceremonias de tristezas y alegrías de cuatro generaciones heredando yo la quinta, sin que el tiempo moviera un varal, sin que los vaivenes del viento de la vida apagara una vela de la candelería.



Como más disfruto de verdad, es cuando entras por la calle Lora, ¡ahí sí está mi gloria!



FOTOS:
“La Firma”.

Fernando Milla González.

Este artículo lo redacté y fue publicado en la revista de Semana Santa de Fuentes de Andalucía, del año 2013.